Si escapara corriendo de esta ciudad en brincos de cerro a cerro, agua en la mirada y resortes en los pies, llegaría a la nostalgia, a la ausencia entera de arenas movedizas y tierras secas, mordería el polvo para limpiarme pasadores y vestidos de plancha, reiría de estómago a garganta y de garganta a cielo, recogería de un sorbo todas las casas caídas, los sueños rotos y las lágrimas-sonrisas… Si volara allá, me entregaría a las últimas espinas y muy probablemente, eso lo sé, insistiría en rodar de nuevo aquí, donde el desierto del otro nombre también me espera.
¿Cuál es la ficción? la letra
¿Cuál la golondrina? la muerte

Ocho gesticulaciones en ocho sillas distintas. Cómo gusta de contar, cómo de encerrar. Recogía sus visiones con afanes de anticuario. Recuerda el abanico de esa fonda, el paseo del aire caliente sofocando su cuello y lanzándose sobre sus piernas. Era grotesca la imagen que ahora se mezclaba con el olor a rastro del Mercado de la Cruz. Los bultos de tres puercos colgados contra la pared de la carnicería, aún escurriendo en sangre, enfatizaban la escena colgándole a su vez el dramatismo de lo real, el golpe de lo acabado, expuesto, para regalarse en platillo. Vio el pozole que alguna vez habría sido el caldo hecho de hombres, las hostias blancas entre los dulces que ahora eran pan, cuerpo de Cristo, el huitlacoche en bolsa que en su nombre llamaba al ave que dormía sobre la mierda y entonces regresó a los cerdos… los cerdos que sólo habían vuelto rosa aquella misma costumbre.

Süskind la atravesó transformándola en el olfato de Grenouille inmerso en las pasiones de un tianguis que, cocinando lo prehispánico con lo hispánico y lo que sea que quede entre y luego de ambos, se sembraba terco en la prisa citadina. Era Ella la rana que saltaba de granos a condimentos, de flores a pescados, de aceite hirviendo a salsas en molcajetes. El borlote de alas en jaulas, de aves exigiendo un cielo y doñitas cantando precios daba el momento de lo vivo. “Pásele mi güera… lo que guste, bueno, bonito y barato”. “Ándele mi reina”, ahógueme en sus calores.¡Míreme! que le estoy gritando. Le cambio el piropo por la sonrisa, las palabras porque me deje verla, porque me deje imaginarla. Entre a comprarme su orgullo, se lo dejo barato… págueme midiéndose los zapatos, solo mídaselos. Comience por encuerarse los pies, inclínese despacio... sí, agáchese, déjeme verla bien, regáleme ese escote, devuélvame a mi madre... “Pásele con confianza”.

Compra chorizo, queso de tuna, huitlacoche y unas sandalias coquetas. Camina un poco más… Las carnicerías, la nave de fondas, la de perfumes, la del letrero de lencería. Tangas con lentejuela plateada y leyendas descritas en “Run” y “Juicy”, encajes turquesas, morados y verdes manzana, listones combinados con argollas, hilos cerrados con pequeños moños… ingenios todos dedicados a subrayar lo que el pudor cubre y la ropa conspira.

Al fondo, una virgen blanca acosada por flores muertas, de tela y secas. Hermosa en su llanto disparaba gestos de angustia en la frente, muecas de indiferencia en los labios o manos tachando cruces sobre el cuerpo. Ni dolor, ni voces, ni cuerpo negado marcaron a Ella. Por un momento, solo fueron dos miradas cruzadas: los ojos en piedra de la estatuilla firme y maquillada ante los brillos sostenidos de una insistencia absurda.

Una mesa de hierbas enamoró su olfato hacia el local de al lado. En altos estantes se acomodaban frascos de vidrio con etiquetas blancas, botes pequeños llenos de ungüentos y cantidad de soluciones en envases de champú. El olor era a campo. “Se hacen limpias” contaba la hoja que en letra insegura y temblorosa se colocaba encima del cuadro a San Miguel Arcángel… el santo que con su espada representaba al líder de los ejércitos celestiales, el que con sus alas grandes y la pequeña balanza en una de sus manos, había logrado someter al mal… el ángel romano que vencía al dragón, la imagen antropomorfa que se ganaba el derecho de atravesar un cuerpo con alas negras… “¡¿Quién como Dios?!” el mismo nombre de Mikha-El nos lo decía.

El encargado interrumpió su ausencia en la contemplación del cuadro al acercársele…

―Usted no es creyente ―le dijo. Ella se sorprendió. ―Mmm… No me creerá, pero es su cuerpo el que me lo dice. Observe sus manos, por ejemplo ―Ella volvió la mirada a sus manos y las veía de modo normal. ―…Toda mano cuenta una historia y la suya está llena de líneas cortadas, ¿lo ve? Es como si se pelearan unas con otras, pareciendo no encontrar camino alguno, pero vea esto ―Tomó las manos de Ella y las reunió palmas arriba― ¿Reconoce la línea que comienza en su mano izquierda y continúa en su palma derecha? ―Efectivamente, una línea cruzaba ambas ―…La confunde el pensarse rota, pero ¡mire la exactitud con que se unen esas líneas! ¿Lo ve? Es como si en un segundo el universo decidiera ponerse de acuerdo para regalarle la armonía de dos trazos que suponíamos ajenos. Su confusión la pierde en las ironías de la fe, pero el juego está ahí donde usted quiera verlo.

Ella había quedado impresionada. El temple de la voz de aquél hombre le habría recordado la paciencia de su padre al intentar explicarle el ritmo con que corría el mundo y en sus palabras ansió dormir de nuevo. Sacudió la cabeza como queriendo sacudir el sueño y volvió las manos a sus bolsillos. Al verla, el hombre sonrió comentándole: ―Te daré una muestra de este tallo de cardón para las heridas, esta raíz de consuelda para la cicatrización y un tallo de mezquite para el empacho. Todos los prepararás en té, uno diario acompañando cada comida… Verás cómo te funcionan.

Ella salió del local con la bolsa de hierbas en la mano y más preguntas que respuestas, como siempre fue su costumbre. Recordó entonces a aquella alumna que como sugerencia a una de sus clases sólo había dicho “con que usted no se confunda maestra”. Esa pequeña mujer buscaba en Ella a su padre, como Ella alguna vez habría acudido a él… Bárbara era la respuesta cuando ésta se negaba a serlo. La enseñanza abierta que Ella trataba de contagiar era negada desde su primer impulso porque su lenguaje no era el de otros, porque su mundo no era compartido. Las líneas en ella la escindían completamente como su lenguaje lo hacía. Su empache, como el herbolario lo decía, era de lenguaje, de excesos de mundo. Éste se había convertido en su último vicio, el más rico y el más insoportable.

Recogiendo nuevamente los retazos del mercado en sus imágenes, partió de ahí con una última compra: una ave negra en jaula blanca… una golondrina común entre los dientes.